El río Tua en el municipio de Monterrey, Casanare, es el escenario elegido. 10 familias de la vereda Brisas del Llano preparan con antelación el encuentro en el río.
Desde las 8 de la mañana extienden sus redes a lo ancho del río y luego caminan aguas arriba durante una hora para iniciar el recorrido de la pesca.
Es verano y por eso aprovechan para realizar esta actividad que repiten dos o tres veces al año.
Todos ríen, comparten, hablan de sus familias porque la mayoría tienen algo de consanguinidad, y preparan la jornada.
De manera intuitiva se reparten en el río. Unos sostienen la red de lado a lado y los otros se mueven delante de ella con los chinchorros al hombro. Su labor no se planea, simplemente se da.
El agua que lleva el río algunas veces da por debajo de la rodilla y en otros sitios llega hasta el pecho. En las temporadas de lluvias invierno como lo llaman los lugareños, el agua no permite atravesar el río por su fuerza y altura.
La mayoría del recorrido está abarrotado de piedras, pero hay otros sitios donde solo hay arena. Allí se prenden las alarmas porque por estas aguas es frecuente encontrar las rayas que, si por equivocación alguien las pisa, recibirá un gran pinchazo con los aguijones que tienen en su cola y que emplean como defensa. Por eso en estos sitios arrastran los pies, pues si no las pisan ellas se alejan sin hacer daño.
A pesar de que son expertos en estos ríos, Sebastián recibió el arponazo de una raya amenazada. Atravesó su bota de caucho y se clavó a la altura del tobillo, arriba del empeine. Inmediatamente los pescadores sacaron un pedazo de chimú llanero, una especie de jalea preparada con hojas de un tabaco de la región, para ponerlo en el sitio del chuzón.
Otro de ellos corta con una navaja un pedazo de su media para acordonarla alrededor de la herida de Sebastián y así aprisionar el chimú con una moneda de 200.
Además de esa preparación uno de los pescadores hizo un rezo para evitar el dolor. Y actúa de inmediato. Cuentan que también hay rezos para que llueva y para curar las personas mordidas por culebras venenosas. “El rezo sirve, pero también hay que ponerle fe”, dice Arvey, otro de los pescadores.
El recorrido continúa durante varias horas. Arrastran la red y lanzan el chinchorro una y otra vez para capturar los peces que poco a poco llenan los costales que cargan al hombro.
Mientras esto ocurre, les llevan algunos peces a las mujeres que esperan donde se inició el recorrido, para que preparen un sancocho.
La temperatura no rebaja de los 33 grados centígrados, pero esto parece no afectar a los pescadores. A caballo aparecen dos llaneros, llevan una botella de tres litros que alguna vez tuvo gaseosa, pero que ahora contiene guarapo. Una bebida fermentada que los refresca. La única en todo el recorrido.
Después de nueve horas terminan el recorrido. Además de los peces capturados, el sancocho se convierte en el gran premio.
Se toman el tiempo para preparar los bocachicos y saltarines, sentados en piedras dentro del río. Recuerdan las anécdotas, cuentan viejas historias y se ríen. Falta la distribución de lo pescado.
El liderazgo lo toma Arvey, separa los peces más grandes y todos los que participaron de la jornada se paran alrededor. Empieza la repartición. Lanza de a dos pescados a cada uno hasta terminar. Luego los peces más grandes. La entrega de peces es equitativa.
Cada uno lleva su trabajo a la espalda, los peces no son para la venta, son alimento para sus hijos, sus esposas, sus suegras y demás familiares por los próximos días.
Un llamado de cualquiera de los vecinos convocará a una nueva pesca.